nota al pie.

No encontrar espacio para escribir me deprime, toma mi energía. Me deja exhausta aún sin hacer nada. Es igual que caminar por la ciudad sin saber muy bien hacia dónde dirigir los pies tras salir de la boca del metro. Te pierdes en ti mismo y no hay forma de encontrarte. Luego ves que otros, alegremente, escriben: cada vez hay más gente en el cine. Ni siquiera sé qué escribir, está todo tan revuelto aquí dentro que…que temo olvidarme de mí. No dejo de escribirte en silencio, entre el calor y con tanta soledad encima que hasta podría regalarla. ¿Dónde estoy?

«Hijo pasea a madre moribunda.»

Parte 1.

Teníamos sueño; echar los cuerpos sobre la cama, el uno contra el otro, fue expresión de la gran dejadez nuestra, como nuestro amor y otros días en los que decidimos con poco convencimiento dar un paseo hasta que las farolas se enciendan y el tipo del bar, el de la esquina, encienda su primer cigarrillo e inaugure la noche. Dejamos la ventana abierta de par en par; apenas se podía ver la frutería o el campo de fútbol aledaño. Intuía tan sólo tus manos colonizando mi espalda y un rayo de luz fuerte reflejado en el espejo de la esquina del cuarto. Aún era pronto, los niños gritaban correteando por la plaza y se oían los timbres de las bicicletas. Insistías desde hacía un rato en salir a la calle, pero hacía como que no te escuchaba, como si no estuviese allí. Gruñí un par de veces y me levanté de forma brusca dejándote huérfano: tus brazos se habían vaciado de mí. Con los ojos entreabiertos toqué la puerta del baño y la abrí. Me reflejé en un cristal con, lo que parecen, unos cisnes en el margen inferior izquierdo, acompañados de un montón de gotas de cuando hacemos el idiota lavándonos los dientes. Esbocé una mueca y me bajé los calzoncillos que uso de pijama, quedando desnuda completamente, para sentarme en la taza del váter. Al poco tiempo volvía a tu lado, tomando una camiseta de la cama. «No, otra vez, no». Sonreí. ¿Por qué no volver a dormir? Sin darte cuenta, acabaste vistiéndote y bailando conmigo. Me limité a imitarte y a buscar mis zapatillas debajo del edredón. ¿Por qué tanto abrigo en verano? Miré mi pelo, de nuevo, en el espejo del cuarto. Lo atusé un poco, sitúe mis dos manos a ambos lados de la cara y le lancé un beso a nadie. Un beso marchito, de los que me recuerdan que apenas me pinto desde que estamos juntos, de los que me dicen que has visto un rayo verde dentro de mis ojos. Salimos de la casa y nos manoseamos un poco en el rellano del segundo piso, para despejar las dudas y la siesta.

Una vez en el portal, abrimos para dirigirnos a la derecha y doblar la esquina hacia el garaje donde guardas las bicicletas de todos los veranos. Te pedí que bajases mi sillín porque no alcanzaba, aunque, en realidad, lo que no quería era hacer el ridículo, caerme y perder el equilibrio. Hace mucho, mucho tiempo que no me parto las rodillas, que no me rozo con el suelo que no caigo sobre piedras rugosas a la orilla del mar y sangro. Transcurridos unos minutos, cerraste la puerta metálica granate y comenzamos a pedalear hacia la tienda de chucherías. Allí sostuviste la mía; compré un par de refrescos y unos chicles. Emprendimos el camino en dirección al monasterio de las monjas de Císter. «No queda lejos, ¿podrás?», te reías. Claro.

Munch, 1894.
Munch, 1894.

Andrea T.

«La caja.»

Me gustaba mucho ir al colegio, me hacía feliz. Mamá siempre traía en una bolsa de plástico con dibujos la merienda a la tarde; solía venir con otras madres y charlar. Siempre el mismo menú, no existían apenas variaciones. A veces sándwich de queso untado con mermelada de fresa, otras chocolate derretido con el pan un poco más tostado y los bordes crujientes. Cuando ella venía, sentía alegría verdadera. No son pocas las ocasiones en las que pienso los cambios de perspectiva que fueron sucediéndose en aquellos momentos; crecía sin darme cuenta. Pasé de ver su cintura a ver su pelo hasta llegar a sus ojos sin tener que reclinar la cabeza hacia atrás, dejando un pliegue tras el cuello y el calor del pelo sobre la espalda. Ahora pienso en ello como la mujer que de rodillas se eleva de forma gradual y acierta a ver las cosas y su color verdadero frente a otra, mucho más experimentada, mucho más presente: casi la unión con el yo que se espera, o, más bien, que se busca. Si cerrase los ojos aún notaría las trazas de fresa entre los dientes y el extraño sabor del queso en los labios. También las migas de las camisetas. Incluso el círculo que se formaba extrañamente alrededor del ojo izquierdo. Un cerco gelatinoso que, tras un tiempo, aún ahí, pese a lo rascado, lo arañado y el agua que se había echado en repetidas ocasiones dejando la zona irritada. En aquellos momentos tenía que llevar parche. Bajo las gafas, toda una cuestión de vida o muerte, los ojos, los del futuro, los del trabajo, la lectura y el descanso. Por aquel tiempo, muchas de las cosas eran siempre «circular y pegajoso».

El hecho de que ella viniese se me figura como alegre por la serenidad y la calma que traía consigo: todo iba bien, el día avanzaba. Al tomar asiento y acceder a una conversación distendida sobre los atributos de unos niños u otros, corríamos hacia una zona del patio en la que existe aún un muro de piedra con terraplenes cortados al punto de otra gran pared de cemento. Pero antes, césped y ladrillos y lo que parecía ser una acequia en la que de tanto en tanto correteaban conejos. Como nuestras piernas no alcanzaban y queríamos subir, teníamos que tomar otro camino. Había una escalera, justo antes de la entrada de los baños en la que años después conversaría con mis amigas, casi, religiosa y ceremoniosamente, a diario. En este preciso instante, decido parar la perorata y añadir que, salvo excepciones, los lugares de nuestra vida infantil y adolescente siempre están colonizados por otros entes de otros estratos, es decir, podemos llegar a conocer un lugar por zonas asignadas a grupos de personas. Ahora retomo: sí, aquellas escaleras eran nuestras por la continuidad. Las subimos corriendo, agarrándonos a la barandilla y llegamos al final, donde, a la derecha, había una pequeña puerta metálica y por donde la acequia estaba más escondida por un arbusto grande y espeso que me hacía creer que entraba en un lugar hermoso y desconocido. Comenzamos a gatear despacio raspándonos las rodillas hasta llegar a un sitio en el que se podía ver con facilidad todo el patio y a nuestras madres, despreocupadas, sin buscarnos con la mirada. No sé por qué, hablábamos bajito, como si alguien pudiese estar escuchando una conversación de mucho peso que, en realidad, no debió tenerlo o no el suficiente como para hacernos pensar más allá del hueco oscuro. Fueron leves las palabras. De pronto, pasó un conejo pequeño, o, al menos eso pensamos, porque algunos salieron espantados al no saber qué les había rozado. Otros nos quedamos, mirándonos los pies y las manos durante un largo rato y jurando que volveríamos al día siguiente. Pasado un tiempo salimos. La voz de megafonía anunciaba el cierre del colegio y debíamos volver a casa. Me quedé la última y, al tomar impulso al agarrarme a dos barras de metal de la puerta para salir, la vi. Era una caja rosa de dulces de Navidad pegada a la pared y tapada con hojas secas y palos. Los niños corrían a través del campo de fútbol chillando y saltando. Me detuve y eché un vistazo más amplio. Tomé la caja y la abrí. Fue extraordinario, allí había un montón de juguetes pequeños, cuadernos con pocas hojas, dibujos, lápices de colores y pines. Quise quedarme aquel tesoro y llevármelo a casa, disfrutar de él a solas, ¿quién podría haberlo guardado allí? Si lo cogía, tenía que caminar con él en la mano, a la vista de todo el mundo y de, quién sabe, el propietario o propietaria de la misma. Dejaría de ser un secreto, ya no estaría allí. Y habría lágrimas. También yo habría llorado por aquel soldadito verde con un paracaídas de plástico e hilo. Lo volví a dejar donde estaba y regresé con mi madre que, tomándome la cara, se lamió un dedo y trató de adecentar aquel ojo y aquellas cejas sin remedio.

Fue extraño. No volvimos al agujero hasta, por lo menos, un par de semanas después. En el patio, a la hora del recreo, me moría de ganas por subir la escalera y tomar, de nuevo, la caja. Destaparla y ver que los colores seguían allí era algo, de pronto, importantísimo para mí. Cuando al fin pude hacerlo allí no había nada. Sólo los rastrojos y un par de huellas de lo que se suponía que tenía que ser un conejo que habría pasado por allí.

*

A todo, no paro de pensar y volver sobre esta frase, constantemente, desde hace algunos días: «La cambiamos siempre por otra más jóven.» Es verdad. No paro de cambiar lo que vivo por lo que he vivido y por escrito.

*

Julio Romero de Torres.
Julio Romero de Torres.

Andrea T.

«El polígono.»

Odiaba a aquella mujer. Todo lo que una niña con nueve años puede odiar, claro está. Sí. Era como si cada vez que entraba en el aula, tuviese el poder de hacerme invisible, y así yo misma, creyéndome desvanecer por un momento, llovía. Entonces, otra persona se encargaba de ocupar mi pupitre, habitar de pronto mis cosas y hacer que dentro sólo hubiese silencio, un gran mutismo que lo encerraba todo en unas palabras que no recordaba pero que, probablemente, me habían herido con toda seguridad y me habrían marcado hasta hoy.

Siempre he estado alejada de la realidad más próxima e inmediata, tal vez siempre haya sido más propensa a la tertulia solitaria sobre simplezas extraordinarias que a cualquier otra verdad. Esta animadversión ha atravesado todas las etapas de mi vida. En ocasiones se manifestaba de forma burda dejando a un chico con el que salía desde hacía tiempo sin ningún tipo de explicación aparente, ni un solo mensaje ni una voz más alta que otra. Nada. Todo remitía al principio del fin: soy yo. Otras, en cambio, alteraba mi forma de vestir y vaciaba todo el contenido de mi reproductor de música con el fin de encontrar otro tipo de melodía que diese forma a mis emociones en aquel momento y encontrase la medida exacta de las cosas para poder bandearme sobre los parámetros convencionales de todos los niveles de lo real, empezando por el espejo. En las menos, también las más breves, tan sólo me bastaba con coger un libro y desintoxicarme de la nebulosa sólida y esquizoide repleta de inseguridades y miedos para huir unos instantes y poder respirar un poco mejor.

Una secuencia, al menos, soy capaz de advertir y reproducir sin dificultad. Mi madre había decidido unos zuecos azules, con algo de plataforma en la parte del talón. Yo había cogido un vestido beige con flores naranja y azul marino distribuidas por toda la tela, alternadas con otras bordadas cuyos pétalos estaban, a veces, vacíos en una tal vez región transparente. Le daba al vestido un tono fingido de ligereza alegre. Una fila de botones de madera separaba ambas partes; los tirantes eran gruesos y me cubrían los hombros. Era, sin duda, mi favorito. Ese día salí a la pizarra a corregir una oración; tan sólo debía separar el sujeto del predicado. Tomé la tiza de su mano y lo hice rápidamente, sin espacios, sin contratiempos. Sabía que estaba bien pero se levantó, lo borró, escribió lo mismo y, al darme la vuelta, mis compañeros ni siquiera se dieron cuenta del cambio: para ellos no había sabido hacerlo. Me senté en mi sitio y no me moví. Con la manos sobre las rodillas, no apunté nada el resto del tiempo. Dejé de existir, pese a estar en el centro de la clase; junto a mí, a derecha e izquierda, hileras de niños y niñas hablando.

He reflexionado acerca de ese momento lo que sean, quizá, millones de veces. ¿Sería mi letra más difícil de leer? ¿Fue un acto solidario para aquellos que se sentaban más allá de las primeras filas? ¿Una afirmación de poder? No, no fue nada. Únicamente algo que mi cerebro decidió almacenar en un lugar remoto que de cuando en cuando despierta y no soy capaz de reprimir: sale. Por eso, papá, me fijo en cosas como los puticlubs de carretera y sus nombres, las matrículas de los coches y los accidentes del paisaje mientras conduces. He de confesar que también en las casas abandonadas de adobe y aquellas semiderruidas en las que parecen habitar fantasmas. Más de una vez he querido parar el coche, más de ochenta y tres. Una sí que lo hice. Allí no había más que escombros. ¿Te has fijado en este polígono? Siempre me pareció curioso que hubiese construido un jardín botánico sin plantas con un techo de colores que he podido ver envejecer en cada viaje al sur. No hubo negocio. Pero sí, llevas toda la razón: es tan sólo un páramo y allí, allí no hay nadie. No creo realmente que el odio sea un sentimiento: se fue. And feelings are forever.

Años después he tenido la ocasión de volver a verla. No me recordaba, de hecho, me saludaba con la sutil ignorancia de quien se cree en la obligación de conocer a alguien cuyo nombre no es capaz de encontrar en el baúl. Su sonrisa me pareció una mueca carnavalesca. Bajé la mirada y seguí caminando. Pero aún tuvimos que pasar algunas horas juntas frente a frente. A veces las cosas tienen su conciencia de ser. Un día vino alguien que le indicó mi nombre y, de pronto, me miró y me dijo: “Cómo has cambiado, es verdad, eres tú”. Papá, ¿siempre he sido así? es decir, ¿he cambiado mucho? ¿No? ¿Qué? ¡Papá!

*

7020_TRABAJO
Duquesa de Alba y Beata -Goya.

Andrea T.

*

PD. No suelo hacerlo, sin embargo, este poema de Dionisio Cañas me gusta mucho. Gracias por él.

No time-no time-no time

No time for roses, no time for kisses, no time for lovers.

No time-no time-no time

No time for coffe, no time for donuts, no time for The New York Times.

No time-no time-no time

No time for mother, no time for father, no time for brother.

No time-no time-no time

No time for roses, no time for kisses, no time for time.

No time-no time-no time

No. 

de mí, lejos del duelo.

persiste el aliento incisivo

del corredor,

los cuentos que escribiré

para los niños que nunca

tendremos

y la noche.

pero el tiempo pasa lento y es tu pecho

la medida de las cosas.

vamos a jugar a

«hoy advierto el amor y con él la felicidad

plausible del final, su reducción del todo al más

leve conocimiento».

El néctar vivo, ojos enamorados.

alguien tendrá que tener niños

a los

que podamos contarles nuestros cuentos

y con ello temo la rotura de los tallos,

las flores.

Interior con muchacha leyendo, 1908. Colección privada. Peter Ilsted (1861-1933).
Interior con muchacha leyendo, 1908. Colección privada. Peter Ilsted (1861-1933).

Andrea T.

«Anoche, en medio de la música»

«Del mismo modo que es necesario olvidar para seguir viviendo, es necesario también desconocer el futuro para poder esperar cándidamente a que pase el tiempo».

«Testo yonqui», Beatriz Preciado.

Se me había olvidado lo mucho que me gustaba nadar. Ayer soñé que tenía dieciséis años y estaba en una playa que ahora no atisbaría a dibujar con claridad. El sol me picaba en los hombros y un fuerte olor a salitre salía del pelo enmarañado sobre la espalda. Ni siquiera tenía pecho suficiente como para ponerme uno de aquellos bañadores que se llevaban. Hace dos años, sí, dos años, tiré un viejo pantalón de flores rosas, rojas y turquesas sobre fondo azul marino. Ese día los tenía puestos. Cosido había un bolsillo a la altura de la rodilla derecha, donde solía haber arena y algunos cigarrillos. Acurruqué la cabeza en los brazos mientras miraba sobre el horizonte un islote; cerca flotaba un compañero de clase con una colchoneta que había aparecido aquella misma mañana en el porche de nuestro bungalow de madera. Esa noche, aún no lo sabía, dormiríamos en él porque encontraríamos una cucaracha que nos pareció en su momento tremenda dentro y nos negábamos a guardar ningún contacto con la habitación que cerrábamos. Sé que pensé: «me encantaría poder nada hasta allí». De pronto uno de mis amigos dijo: «vamos, vamos a nadar hasta allí, a ver si le cogemos». Me quité la ropa, miré a mi amiga a los ojos y pensé: «venga».

Al principio las brazadas no eran uniformes y, con la emoción, no me di cuenta de que no nadaba desde hacía cuatro años. Antes, antes…antes se me cuarteaba la piel de los hombros de vez en cuando, debía ponerme un gorro de látex y un bañador que escondía mi cuerpo; carne rota y sin formas, poca imaginación y algo de oscuridad. También solían salirme ronchas del exceso de cloro y notaba que mi espalda se endurecía cada entrenamiento, cada nueva batida, cada nuevo tiempo. Me sentía feliz de saber que, tal vez, me creía la mejor. Nadar me proporcionaba una seguridad que ni yo misma era capaz de explicar. Venía de antiguo. Una profesora, hace muchos, muchos años, hizo un pacto con nosotros. Cada semana, al finalizar la clase, salía uno de los alumnos con ella y le contaba un secreto; chisme que ninguno podíamos revelar al sernos entregado y que tan sólo compartiríamos cuando todos lo supiésemos. Siempre me pregunté: «¿lo tendrá decidido desde casa?». Aún así, recogía mi sitio con esmero, alineaba los libros que podían salir de la cajonera y daba la vuelta a la silla, poniéndola sobre la mesa con una perfección algebraica. Las semanas fueron pasando y, tras diversas conjeturas, estadísticas y números, ella no decía mi nombre. El compañero o compañera que volvía traía consigo un gesto amable y sereno. «¿Qué haré mal?», me decía. «Es por mí, por mi forma de actuar, porque soy una niña fea. Son mis gafas, mis dientes. ¿Qué hago mal?». Cuando dejé de esperar que me llamase, me miró y me dijo: «sal conmigo». No había recogido nada, los lápices estaban sobre la mesa. Me miró a los ojos en el pasillo un rato hasta que, finalmente, me dijo que si sabía que tenía que decirme. «No», dije, «No lo sé». Sacó una caja de madera con una bailarina dentro que comenzó a girar. También tenía adosado un pequeño espejo. «¿Qué ves?». «A mí», musité. «Sí, eso es. Eres uno de mis tesoros, todos vosotros lo sois. Dentro de vosotros tenéis alojados vuestros sentimientos y vuestra esencia; durará todo lo que dure vuestra vida». Aún no recuerdo por qué dejé de nadar. Pero sí sé que nunca más me vi en un espejo como pude verme en aquel. No suelo prestarles mucha atención, no tienen mucho que decirme. Ya nadie los sostiene y maquilla lo real. Nada fue, desde ese momento, un paisaje seguro para mí, ni siquiera feliz por extensión.

Una ola me dejó sin respiración. Tragué bastante agua y mis pies no tocaban el fondo. Me hundí, me hundí como se hunde una piedra que se ha cogido de la orilla de la playa, se acaricia entre los dedos unos instantes hasta que, de pronto, una sacudida eléctrica hace estremecerse al brazo, el nuestro, y la lanza lejos, todo lo lejos que podemos arrojar algo sin maldad. El piso parecía haberse desvanecido; todo era el mar menos yo. Tomé impulso y subí a la superficie. Giré sobre mí con la ayuda de un leve aleteo que sí conservaba hasta adivinar la figura de mi amiga, nadando lo más rápido posible por temor a los peces o a qué sé yo, ¿Jaws? Al llegar nos subimos con dificultad y nos raspamos las yemas de los dedos y las rodillas. Nadie se había quedado cuidando de nuestras cosas; las vigilábamos desde allí. Pintado sobre el horizonte no parecía tener tantos restos de gaviotas y conchas con espuma seca amarilla y gris. Volvimos pronto a la playa. Desde lo alto de la roca, me tiré de cabeza al agua. Sentí mucha libertad y me puse a nadar. Vigor, constante. El viento abrazaba mi cuerpo cuando lo dejaba salir de vez en cuando. No miré atrás ni una sola vez…incluso buceé con los ojos bien abiertos y vi el fondo del mar, opaco y ondulado. Al llegar lo que hicimos fue…es decir, nos pusimos a…no sé. No recuerdo ahora…nada. Es como si se hubiese borrado, como si ya no estuviese. Un momento, déjame pensar. Aunque sea un momento. No. No lo hagas. Es verdad, se me ha olvidado; no recuerdo más. Me pongo a llorar. También lo he olvidado. Será que no quiero regresar.

*

«El cambista y su mujer» (1538), Marinus Van Reymerswaele, imitación de Quentin Metsys.
«El cambista y su mujer» (1538), Marinus Van Reymerswaele, imitación de Quentin Metsys.
A,

«No es para tanto»

Las palabras de este título se deben al final de una anécdota pseudoautobiográfica de una novela de Argullol (Visión desde el fondo del mar, 2010). Un chiquillo rescataba a una abeja del agua mientras mecía sus manos en la barca. Aquella vez decide hacerlo, pese a haberse visto en aquella situación antes. Se dirige a su padre corriendo, con la abeja entre la mano y el brazo, cuando, de pronto, al enseñársela, le pica y vuela. Aguanta las lágrimas como puede mientras su padre le mira, no sin cierta comprensión, y le indica que orine a un lado del camino. De esta manera podrán hacer barro y aplicarlo sobre la herida. Obedientemente atiende las palabras del padre y, al llevar a cabo el proceso, le dice que no quiere su ayuda y se da la vuelta. Comienza a llorar y le cuenta todo lo sucedido en la barca. Le mira y profiere esas cuatro simples palabras a las que añado «…espera lo que vendrá después». Y eso, en resumidas cuentas, es lo que todos, en mayor o menor medida, hemos experimentado.

Todo comenzó o, acaso, comenzase cuando tenía seis años. Tal vez siete. Ahora mismo no recuerdo bien cuántos se tienen en primero de primaria. Aquella mañana me vestí de blanco, como la novia que nunca seré, y mi madre me puso una cinta en el pelo, las gafas y unos pendientes pequeños, de perlas, muy discretos. Hice la mochila; no llevaba nada excepto un estuche con mis pinturas favoritas. Con ellas pintaba cuando iba a casa de mi abuelo. Hubo un tiempo en el que no dejaba de decirme que quería que fuese «una gran pintora» estilo Remedios Varo o Maruja Mallo. No sucedió. Es decir, no ha sucedido. Al llegar al colegio, mi madre me dio un beso en la mejilla y se despidió de mí. Tomé las cintas de la mochila y me las apreté a la espalda. Seguí a las madres que sí se atrevieron a entrar con los otros niños y subí a la que, creía, era mi clase. Casi todos los pupitres, organizados de cuatro en cuatro, estaban completos, menos uno en el que se peleaban un niño y una niña tirándose del pelo y un niño que miraba distraído por la ventana (aquella «rebelde» seguiría, a día de hoy, siendo una de mis mejores amigas). Tenía los ojos rojos; luego supe que había llorado. Nos presentamos con la facilidad con la que se presentan las personas en estas edades: «¿Quieres ser mi amiga?». Luego ya viene el nombre, eso siempre viene después. Me subí el puente de las gafas y me agaché a coger mi estuche para enseñárselo a mis recién incorporadas amistades. Vi pañuelos llenos de mocos húmedos a los pies de mi compañero. Mientras curioseaba por aquellos mundos, un sonido espantoso hizo que se me cayesen las gafas y tuviese que agacharme a por ellas. No veía absolutamente nada. Escuche: «tsss, siéntate, ha entrado la profesora y ha cerrado la puerta». Me levanté, acicalé y estiré el vestido, ahora, lleno de polvo y tomé asiento. Hice como que colocaba mi mochila y me di la vuelta con las manos entrelazadas sobre la mesa. Mi primera gran reunión. La puerta estaba cerrada, ya no entraría nadie más. Miré a todos mis compañeros y me di cuenta de que no conocía el nombre de ninguno de ellos. Tenía tres, eso sí, pero anónimos. Pequeño espectáculo de infantes anónimos. ¿Quién se encargaría de traer los donuts a la siguiente?

La profesora empezó a hablar, nos indicó su nombre, cómo podríamos dirigirnos a ella, lo que íbamos a hacer, sus gustos, sus aficiones, las normas de la clase… me mantuve impávida observando la puerta. Tenía un manillar metálico de color dorado y un agujero chiquito en el centro. Era redondo y estaba un poco desgastado por el uso. La puerta era blanca y tenía una ventana rectangular en posición vertical en el centro. De pronto me sobresalté. Apareció otra figura de mujer. Le hacía señas a la profesora de dentro; no parecía escuchar sus palabras mudas. Pero se percató de ellas al ver que había una niña que no le prestaba, en absoluto, atención. Sin dejar de mirarme la abrió, saludó a su compañera y la cerró. Entendí que aquel gesto era una contraseña implícita que nos hacía diferentes y marcaba la distancia entre todos nosotros. Ni siquiera, cuando atravesásemos aquella puerta, por distintos motivos, seríamos las mismas personas. Siempre he respetado lo que, para mí, simbolizan «las puertas». Retomando todo lo anterior, escribiendo desde el día de hoy, diré que no, que al final es cierto que «no es para tanto». Es, sin duda, «para más».

*

Juan Benet y Carmen Martín Gaite.
Juan Benet y Carmen Martín Gaite.

Andrea T.

«Huevo frito con patatas».

Dice Daniel Innerarity en La filosofía como una de las bellas artes (Ariel, 1995) que si el individuo no fuese capaz de expresar su vitalismo moriría de lo que denomina: «atrofia narrativa». Esto es, hoy por hoy, absolutamente cierto. Tan sólo un apunte, la bifurcación borgiana del camino entre, lo que podríamos denominar, «arte oral» o «escrito» es -a este respecto- de obligada mención. Ayer, sin ir más lejos, veía el reloj avanzar a una velocidad vertiginosa mientras mis ojos eran incapaces de cerrarse. Buscaba un recuerdo en la memoria sobre mis años de colegio y no lo encontraba. Era un momento muy concreto, de aquellos que uno experimenta y siente como propio porque nadie más se percató de ello y tú estuviste ahí, tú lo rescataste: se hizo tuyo. Note, de pronto, un gusto metálico en la boca, una caída seca de un escalón inexistente y conseguí, al fin, cerrar los ojos. Mi madre aquella mañana había escrito una de aquellas notas de mentira. De mentira porque no había verdad, tan sólo un afán proteccionista que no le echo en cara. Recuerdo que me puse a llorar diciéndole que aquello era imposible, que la señorita del comedor no se lo creería y que me obligaría a comer huevo frito. En aquel momento tenía seis años, mi hermano acababa de nacer y no podía comer en casa algunos días de la semana. Me tomó de la mano apresurada, cogió mis cosas y las metió en una mochila. Me vi en secretaría cogida a ella, mirando cada detalle. Los sofás, los profesores que pasaban, los otros niños y algunas personas mayores. «Hola, mi hija es alérgica a la yema del huevo frito, ¿no podrían ponerle tortilla?». Lo apuntaron en un papel y yo sentí que todo estaba hecho. Me dejó con una profesora y se volvió a casa a cuidar de mi hermano. Es verdad, fueron quince minutos completos solo, pero dormía y todo iba bien. No tengo datos sobre el resto de la mañana. Aterrizo de pronto en el comedor. Si me concentro mucho aún puedo escuchar los ruidos: cubiertos contra las bandejas, vasos que se llenan y algunas personas caminando con comida en los bolsillos para tirarla en la papelera de la puerta sin ser vistos. Tomo mi bandeja, los cubiertos, la servilleta, nada de pan y doy mi nombre a una cocinera. Me sirve otra comida diferente. Cuando me siento y comienzo a hablar de cualquier cosa, una profesora llega y me coge del brazo. La validez del papel queda refutada: no existe la verdad. «¿Es cierto que eres alérgica al huevo? Verás, no podemos estar haciendo tortillas continuamente». No sé qué responder. Me mira una y otra vez a los ojos, pero no puedo mirarla porque no paro de llorar. Me deja sola al lado de unos lavabos donde hacía unos minutos me lavaba con jabón neutro de espuma. Vuelve a los cinco minutos tras reclutar a otros niños. «Decidme, ¿a todos os da alergia el huevo?». Nadie contestó. Me limpié los mocos con la manga y me quité las gafas. «No lo he probado nunca». El siguiente recuerdo es difuso. Sé que éramos cinco y que todos teníamos un plato delante de nosotros con un par de huevos reconstruidos y unas patatas fritas. Cogí el tenedor y partí uno. Me lo llevé a la boca. El sabor metálico invadió mis papilas gustativas. Miré a una niña y le dije: «¿lo notas? es como chupar una bala de una pistola». Nunca había cogido una pistola. Nunca había visto una pistola, ni siquiera en televisión. Así que…¿qué tipo de verdad es la que contamos? ¿la que deseamos y, por ello, inventamos o la verdad? A todo esto, ¿qué es verdad y qué no? Pues eso. Oral o escrito. Con los años he descubierto que la tortilla se hace a partir de huevo: todo un milagro. No habría historia si se hubiese aplicado un razonamiento lógico. Ahora, a dormir. Es siempre lo más formal.

*

Sorolla- The Little Granddaughter.
Sorolla- The Little Granddaughter.

Andrea T.

«el-silencio-es-tentación-y-promesa»

mi cuerpo nunca más

podrá recordarse.

Alejandra Pizarnik.

*

He necesitado el silencio como abismo conspicuo del eco de mi voz. He deseado la lectura como cuerpo; también he anhelado la temática del alimento humano. Dejar de escribir no significa, valga la redundancia, dejar de escribir: tan sólo simboliza dejar de otorgar materialidad al hecho de cohabitar con un flujo de existencia difícil. Y el mío es un pensamiento de mujer que se reconoce en su género, un ideario firme, vivo… también cambiante y multiforme. Es, prácticamente, el manifiesto de un arquetipo narrativo. Daniel Innerarity nos dirá, no sin razón, que la no-escritura nos hace correr un grave peligro, caer en lo que denomina «atrofia narrativa». Por lo tanto, se podría decir que «escribir» es, netamente, alimentarse de los «cuerpos» dichosos conformados por la poca seguridad que transluce la imagen «aliento-sobre-nuca». El miedo sobre mí es el miedo proyectado de los otros ante mi imagen. Escribo para no morir y, además, escribo para dibujar los trazos gráciles de mi identidad sobre mi piel, único lugar donde puedo leer auténticamente.

Ahora puedo pronunciar sin miedo «ha pasado el tiempo»,

siendo cierto. Mi «yo» lo requería. Era mi «yo», mi todo «yo» en su más grotesco esplendor.

Sin ropa: en carne viva.

¡Hola!

*

Cindy Sherman.
Cindy Sherman.

*

A,